20 de agosto de 2013

Levantar la cabeza

"¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?" dice, en una traducción castiza, Roland Barthes en su texto "El placer de la lectura". En mi paso por la Facultad de Filosofía y Letras, he escuchado innumerables sugerencias más o menos despóticas sobre lo que se debe leer; abundan artículos críticos sobre autores que se dan por leídos o, al menos, se exige una ficción y un asentimiento generalizado por parte de los alumnos. En este panorama, siempre me consideré un poco básica al respecto y seguí mi pálpito inicial previo a empezar la carrera: lo primero que le pido a un libro es que me entretenga. De esta manera, son contados los textos que satisficieron mi necesidad vital; en pos de la construcción de mi propio canon, fueron muchos los escritores clásicos excluidos por no cumplir esta regla de oro. Así, aún corriendo el riesgo de enfrentarme retóricamente con compañeros, no profeso amor por Kafka, ni por Henry James, ni por otros autores de menor renombre. Ahora bien, en este magma turbulento de lecturas equivocadas, sufridas y sobrevaloradas,  las contingencias académicas me encuentran leyendo la que era mi novela preferida antes de pisar el piso de Puan: "Conversación en 'La Catedral'", de Mario Vargas Llosa. La historia privada como la historia de un país, "¿en qué momento se había jodido el Perú?" se pregunta Santiago Zavala (¿o el narrador?). Decir Perú es decir yo, es decir América Latina, los sesenta: la novela es un texto que vive en carne propia y anticipa los fracasos de los procesos revolucionarios que cruzaron el continente en la década siguiente. Zavalita se jodió, sí, como nos jode(re)mos todos; la incógnita recorre la novela, va y vuelve, reaparece: es una excusa para exhibir las relaciones de opresión y de poder. Lo más doloroso es, sin embargo, no poder ser protagonista del fracaso: "... todas las cosas que me han pasado. No las he hecho por mí. Ellas me hicieron a mí, mas bien". Es en esta indescirnibilidad decadente donde radica la grandeza la novela; Zavalita no puede identificar un punto de quiebre porque la conversación en La Catedral pone de manifiesto que la debacle -personal, histórica, patriótica- está hecha de pequeñas cosas. El protagonista ya no espera cosas formidables, ya "nunca más esa exaltación, esa generosidad" de los veinte.
"Y toda la vida queriendo creer en algo (...). Y toda la vida mentira, no creo" dice Zavalita. Levanto la cabeza del libro, pierdo la mirada en el horizonte próximo: la escena de lectura se repite en el colectivo sentada, parada, en mi casa, por la calle. Y ahí creo, me parece, que entiendo: la literatura es social porque es un arma, una contienda en la que no puedo salir inmune, a mis veintiuno. Me descubro: "Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón". Eso es "Conversación en 'La Catedral'".

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