24 de abril de 2009

Farsas

Nos destierran y...
nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores.

Juan Gelman

“Nunca creímos que íbamos a tener que hablar de esto.”

El joven alzó la vista y contempló a las personas que se hallaban frente a él. Le resultaron completamente extraños. Desconocidos. O, incluso, más desconocidos que antes. El susurro del hombre apagó, momentáneamente, el silencio que sucedió a la pregunta. Las palabras flotaron irreales, como de otro mundo. El hombre, visiblemente nervioso, tomó aire y prosiguió.
Nunca hubo fotografías de la madre embarazada o del recién nacido en brazos del padre. Él no se había preocupado nunca en averiguar el por qué de esa falta, no le importaba mucho. La cantidad de imágenes del niño en la cuna, un bebé todavía, pero más crecido, abundaban en exceso. Quizás para suplir la primera ausencia. Él pensaba que todo se debía a que había sido adoptado de chico, fragmentos de un tiempo sin memoria que no lograba recordar. Cuando entró a su casa aquella noche, lo primero que notó fue esa ausencia.
Le estaban contando una historia que ya presentía, pero que necesitaba oír de los labios de los que habían fingido ser sus verdaderos padres. Realmente, en lo más profundo, lo que buscaba era escuchar que sus temores eran infundados, que la verdad era mentira. Que las piezas del rompecabezas que él había ido armando poco a poco no eran los trozos de un espejo roto que jamás lo había reflejado. Pero frente a él, las dos personas a las que conocía tanto, o tan poco, como a su propia vida, desmoronaban su mundo.
Durante su infancia, nunca se percató de que la forma de pensar de sus padres era diferente a la de la mayoría de las demás personas adultas. Luego de escuchar las opiniones de gente que había vivido en carne propia las peores experiencias posibles de aquel momento, le preguntó a sus padres sobre la cuestión. Las respuestas que recibió fueron contundentes en todo sentido. Si ya no estaban, era porque algo habían hecho.
A medida que el cruel relato continuaba, las palabras del hombre seguían confirmando que nada había sido real. Cada fragmento de la historia, cada excusa que pretendía paliar lo terrible de la situación, era un eco atroz que resonaba incansablemente en la habitación, una herida abierta en lo más recóndito de su ser. Se sintió perdido en una doble ruptura, en una doble farsa. Por un lado, reconocer finalmente su condición de hijo adoptivo y aceptar que los lazos que lo unían con esas personas no eran sangre. La segunda ficción era la verdaderamente dolorosa. Pasado, presente y futuro negados. Ascendencia borrada, tachada. Desaparecida de los registros oficiales, de las voces, del barrio. Ahora, era él el que recibía semejante legado: mantener vivo el recuerdo, no dejar al ayer caer en el olvido, para que el hoy sea siempre y sea nunca.
Cuando lo escuchó hablar, lo comprendió realmente por primera vez. Nunca se había sentido tan identificado con otra persona, nunca se había sentido tan tocado por un tema ajeno a él. Era cierto, a él también siempre le había faltado algo. Él, que se sentía tan real en ese mundo sólido y firme, derrumbado por una grieta microscópica. Esa fisura, pequeña hasta lo invisible, determinó los cimientos de su nueva vida. Lo real y lo irreal, opuestos, se volvían complemento. Esa charla, ocurrida en la misma fecha que, años atrás, había señalado el inicio del horror, lo había cambiado para siempre.
Esa herencia no debía ser una cruz. No debía ser un peso, sino un regalo, una razón de vivir, un honor. Raramente, ahora sentía un extraño orgullo por esos desconocidos, por esos desaparecidos de la faz de la tierra. Esa desaparición, al contrario de lo que quisieron sus padres adoptivos, no logró olvido. Logró certezas, logró dudas. ¿Qué era ese mensaje que sus padres murieron por transmitirle? ¿Cómo hacer para transmitirlo a otros chicos de su edad, que, sin saberlo, también estaban pasando por lo mismo que él? Fue armando, juntando, encastrando, las piezas: buscó fotos de sus padres, averiguó sus vidas, supo sus muertes. Y así, inconscientemente, el rompecabezas se completó, y la figura resultante no fue menos perfecta: luchar. Luchar es el mensaje.
El joven intuyó que el relato, la historia de una vida que había sido mentira, estaba acabando. Con tristeza, se dio cuenta de que ya no tenía nada que hacer en ese lugar con esas personas. Sintió correr a través de él el espectral lamento de tristeza de miles y miles de almas sin descanso. Almas que hacía tiempo que habían perdido todo, excepto sus nombres, refugiados en las memorias de las personas que luchaban incansablemente, día a día, por no dejar morir su recuerdo. Sintió bajar, lenta, inexorable, una lágrima que dibujaba el contorno de su mejilla. Sintió, también, apagarse el susurro del hombre que intentaba explicarle lo inexplicable, que le hacía frente a una mentira con más mentiras. Un silencio misericordioso pareció invadir todo el lugar.
Cuando el joven se levantó, quedaban apenas las sombras del mismo crimen imperdonable.
Y cuando el joven salió del sitio que alguna vez había sido su hogar, sólo quedaban una casa vacía y los vestigios de una realidad tan falsa como verdadero el destino de dos almas más, dos almas por las que, sin embargo, nadie lucharía para mantener viva la luz de sus nombres.

2 comentarios:

lucerito chiquitito. dijo...

quiero esconderme en tu memoria.

Alunares dijo...

luchar es el mensaje... me gustó esa frase, me hace acordar al che :S...
besos alunares!